viernes, 12 de julio de 2013

El placer de saber que existes

Miro por la ventana. Es media tarde en la ciudad. Fuera el frío, el viento y la lluvia azotan las calles sin piedad. El nerviosismo es el lenguaje que hablan los rostros demudados de los transeúntes. Cada alma agarrada a un salvavidas: a un paraguas, a un toldo, a la techumbre de un bloque de pisos… A cualquier cosa con tal de sentirse resguardada. Por todas partes conversaciones vanas y vertiginosas; apenas unos vocablos sin consistencia lanzados al vuelo en el transcurro de la carrera por evitar el frío, el viento y el riego de la lluvia. El día no permite contemplaciones pausadas; tampoco andares resueltos y tranquilos. Detrás de estos cristales todo se ve distinto: la amenaza externa acentúa el confort del hogar, lo envuelve todo en un manto de calidez y recogimiento.

Un bostezo de placer y mis párpados empiezan a entornarse. La tranquilidad y la paz me acogen en su regazo. Me tumbo en el sofá y mis ojos se cierran tan rápidamente que ni tiempo tengo para decirme “ya me duermo”. Al poco rato una voz tenue y familiar se posa sobre mis hombros acariciando las palabras con ternura. Tiene que ser la tuya, lo deseo con todas mis fuerzas. Tienes que ser tú.
—¿Quieres que encienda la chimenea? —te oigo susurrar mientras imagino una sonrisa de miel dibujada tus labios.
Vuelvo la cabeza y abro los ojos. Te veo sentada de espaldas, con las piernas cruzadas y colocando con mimo los leños en la chimenea. Bajo la cadencia de la primera llama, me levanto y aguardo unos instantes sentado detrás de ti. La atmósfera no es propensa a las palabras. Te rodeo con mis brazos. Por un instante nos quedamos absortos, abrazados en silencio y flotando ingrávidos en el ambiente bajo el dulce crepitar de las llamas.

Mis labios empiezan a acariciar con ternura tu lóbulo derecho. Una risita picarona nace de tu boca acompañada de un leve forcejeo. Prosigo con el cuello; el forcejeo persiste, se intensifica. Te levantas y te alejas corriendo por el salón. Te persigo por las sillas, por las mesas… Te atrapo y te pellizco las nalgas mientras te como a mordiscos. Risas, carcajadas estridentes... En un instante volvemos a sentarnos y a fundirnos en un fuerte abrazo. Te miro y creo descubrir en tus ojos un yo mío cuya existencia desconocía. Siento que mi mundo interior se agiganta, se expande; todo cobra un sentido y un valor incalculable. Por momentos los actos más nimios se tiñen de musicalidad y poesía, como si estuvieran bañados por una luz mágica.

Te levantas a comprobar el fuego de la chimenea. Las llamas arden alegres y los troncos crepitan con mucha más fuerza que antes. Me acerco despacio, midiendo los pasos hasta que mi mano derecha alcanza una de tus mejillas. Con los nudillos la acaricio lentamente; el tacto es suave, sedoso como la piel de un niño. Acompasadamente, voy describiendo pequeños círculos en tu piel dejando que los nudillos se deslicen con suavidad. En el ardor de tu mejilla percibo síntomas de un ligero arrobamiento. Resigo tu boca con el dedo índice y dibujo suaves contornos hasta que tu sonrisa, receptáculo de pasión y de vida, me arranca un beso arrebatado. El calor se intensifica. Estoy en mi elemento. Con urgencia de placer, te arranco el jersey, la camisa, los pantalones… Un enjambre de sensaciones.
—Despacio —te oigo murmurar. La intemperancia se detiene. Prosigo y voy besando con lentitud cada brote de piel desnuda. Un palmo media entre tu rostro y el mío. Siento las vertiginosas pulsaciones de mi corazón. Vuelvo a acariciarte, esta vez nervioso, acelerado, recorriendo en desorden el sendero de tu piel desnuda. Con un gesto tomas mi mano y me invitas a acariciar tu clítoris. Tus ojos se entornan lentamente y tu boca se frunce de placer. La expresión de tu rostro, lejos de la dulzura inicial, es ahora morbosa y arrebatada.

El nuevo estado se va gestando con cada beso, con cada caricia, con cada intercambio. Por el camino tomo tus pechos; los beso y los acaricio con suavidad. Escucho tus jadeos, tus estremecimientos. El magnetismo une nuestros cuerpos desnudos y enroscados como culebras. Las gemas del placer disparan las almas hacia un nuevo mar de sensaciones. Mi erección y tu excitación laten como un solo ser. Hacemos el amor en el suelo, en el sofá, en la silla... Nuestros cuerpos enroscados, bañados en sudor, estremecidos y exhaustos de placer. De repente despierto abruptamente, como arrancado del vientre materno. Mi ropa está empapada de sudor. Hace frío y ni rastro de ti ni de la llama. La chimenea apagada, la mañana incolora, oscura, tan fría como el lugar más inhóspito y lúgubre del planeta. Mis ilusiones se deshilachan como un muñeco de tela. El placer de mirarte, de tomarte, de saber que eras mía se ha desvanecido en este limbo de almas perdidas. Sin atender a motivos, me acerco a la ventana. Sigue lloviendo y un velo de tinieblas se cierne sobre la ciudad. Los transeúntes siguen correteando, agarrados, en su mayoría, a pobres parapetos de urgencia. Pero no todos están tristes; en la esquina de una callejuela descubro a un grupo de jóvenes pobladores de sueños que se ríen blandiendo sus brazos como espadas, derramando sus voces ante el frío, ante el viento, ante la lluvia, ante los gigantes del mundo. Hombres de barro y cemento. Ojos avizores de navegantes desde donde la vida se abre camino, con valentía, entre gritos, champagne y estrellas. Un pensamiento, un momentáneo resplandor de la conciencia. En el fondo me basta saber que existes, me basta el placer de saber que compartimos la misma lluvia.

jueves, 4 de julio de 2013

Hablemos de amor


Dos años después de su última visita, B acude visitar a X. Antes de llamar al timbre, movido tal vez por el instinto natural que lleva al hombre al reconocimiento de lo familiar y lo conocido, decide dar un vistazo general por los alrededores de la casa. Nada parece haber cambiado: las infames estatuas de duendes permanecen en su sitio, las macetas bastas como pirámides egipcias siguen recorriendo hegemónicamente la periferia del jardín y las cortinas blancas con motivos florales, aunque algo ennegrecidas, se mantienen pegadas como chicles a los ventanales de la cocina desafiando el paso del tiempo. El cuadro le produce a B una sensación extraña que se atreve a calificar de “turbadora”; una sensación de inmovilismo, de agua encharcada, conceptos que no encajan bien con la filosofía de vida de B, más dado al episodio cerrado que a la novela río.

Aunque titubea largos segundos, finalmente B decide llamar al timbre. Lo hace varias veces seguidas, como si temiera desdecirse de su decisión de permanecer en la casa de los duendes y las cortinas florales. Un instante después, un X mucho más orondo que la imagen que pervive en el recuerdo de B, abre la puerta

-¡Dichosos los ojos!- Prorrumpe X con efusividad abalanzándose sobre B para darle un poderoso abrazo. Por momentos B se siente prisionero como por el abrazo de un oso.

- ¿Cómo estás?- pregunta nerviosamente B, cuando al fin se ha liberado del estrangulamiento de los brazos de X.

Un respuesta subdesarrollada de X y una serie de gestos efusivos como pompas electorales prologan la entrada a la casa. Una vez dentro, en el salón, una sensación punzante de estrangulamiento invade a B ante una cascada insondable de objetos imposibles de abarcar en un primer plano general de la escena. Es el mismo salón de siempre, piensa B, pero sobrecargado hasta lo enfermizo. Cuadros enormes, fotos, objetos de porcelana por doquier… Pero si algo obsesiona a B esto es, sin lugar a dudas, el dominio imperante de las nuevas tecnologías. Un televisor como una pantalla de cine, tres o cuatro videoconsolas, un ordenador portátil, un equipo de música con altavoces mastodónticos, un par de teléfonos móviles de última generación y una estantería asfixiada de videojuegos y películas es todo lo que B, aturdido como si llevara tres horas en una sauna, acierta a visualizar. Mientras sigue recorriendo medio mareado el arsenal de objetos de la sala, el recuerdo de una visita de X años atrás emerge a sus pensamientos. Todo aflora en un instante, con absoluta nitidez, como si la magnitud temporal se disolviera y B lo estuviera viviendo todo en ese preciso momento. X, recuerda B, se encuentra ante su puerta con el rostro descompuesto. Entra y se sorbe los mocos, pero no dice nada. Parece una sombra de ser humano, piensa B. Su silencio es fúnebre, inhumano. Camina errante y por azar se deja caer en la silla más incómoda del salón (una de esas sillas inútiles e incapacitadas para el confort y el acomodamiento). Al cabo de unos segundos —tal vez después de clavarse algunas astillas— X recupera la cordura y se pone en pie. Se dirige, ahora sí, voluntaria y decididamente, al sofá. Unos instantes con la cabeza gacha y, finalmente, como sacudido por una convulsión violenta, X explota.

—¡No lo soporto más!
—¿Que ha pasado? —Pregunta B atónito.
—Nada, que siempre es lo mismo. ¡Estoy harto! —grita X golpeando el sofá con el puño cerrado en un frenesí demencial.
B se acerca sigilosamente y se sienta al lado de X. Cerca pero también lejos. Teme, tal vez, que X, debido a su estado de enajenación, se tome más licencias de las que le corresponden por lo que se mantiene inteligentemente a un codo de distancia física y espiritual. B está pero, definitivamente, no se entrega a X.
—A ver, cálmate y cuéntamelo todo. —Dice B, serenamente.
—Nada, siempre igual. Me levanto por la mañana y empieza el festival de reproches: que si otra vez en el ordenador, que si no me vas a ayudar nunca con las tareas de la casa, que si no hacemos nunca nada juntos… Si me conecto por la mañana es por asuntos de trabajo, pero a ella le importa un comino.
—Pero, ¿por qué lo dices?
—Porque es una amargada de la vida. Yo todas las mañanas colaboro con las tareas domesticas, te lo juro. Todos los días cumplo con mi obligación. Ahora bien, como un día me despiste y me quede algo por hacer, chaparrón que me cae encima. Y al mediodía más de lo mismo: comemos en el más absoluto silencio, la ayudo a recoger la mesa y como después de la comida se me ocurra sentarme en el sofá y encender la videoconsola, ya vuelve a darme por el saco.
—¿Otra vez jugando? —me dice— ¿Es que no vamos a hacer nada en todo el día? Y ahí se queda: clavada delante del televisor con cara de mala de culebrón. Apago la videoconsola y le doy la palabra.
—Vale, tú decides, hacemos lo que tú quieras. Tendrías que verla entonces, ahí plantada como un nazi sin corazón. Suspira patéticamente y vuelve a clavármela.
—Vaya, qué amable es el caballero que me da la posibilidad de escoger el plan. ¡Pero que afortunada soy!
—Podemos ver una peli si quieres —le digo.
—¿Otra?, ¡pero qué planazo! Se va a la habitación y se encierra dando un portazo. Al momento abre la puerta y vuelve como una estampida.
—Bueno —escupe con resignación—, ¿qué película?
—Propongo algunos títulos: «Que si ésta no que es de tiros, que si ésta es demasiado larga, que si ésta demasiado rebuscada... en fin, lo de siempre. Al final dejo que ella elija un pastelazo sentimental y yo me adapto para variar. A media película me quedo dormido en el sofá. El bodrio se acaba y entonces ella me sacude en el brazo con todo su amor. Me despierto de golpe y, como no podía ser de otra manera, vuelven los reproches:
—Si te vas a quedar dormido no sé para que propones ver una película. Se levanta, se va a la cocina y pega otro portazo. La oigo fregar los cacharros con violencia. Oigo las ollas rebotar contra el fregadero como si fuera mi cabeza la que estuviera fregando. Vuelve al salón.
—Mira no quiero discutir más, ya sabes que no me gusta enfadarme —dice—. ¡Madre mía! ¡Como si no nos conociéramos!
—¿Qué hacemos esta noche? —Pregunta entonces.
—No lo sé, ¿a ti que te apetece? —respondo hastiado de todo.
—No lo sé ¿Y a ti?
—Tampoco lo sé.
Un silencio plomizo.
—¿Podríamos ir a cenar? —propongo para salir de la cámara de gas. Por decir algo, porque si de ella dependiera te juro que moriríamos allí dentro.
—No hay dinero —responde seca e irrefutable.
Sigo proponiendo:
—Podríamos ir al cine.
—Al cine ya fuimos la semana pasada y no te gustó la peli que escogí.
Me quedo sin recursos.
—Bueno no sé que más decirte. Elige tú

Se lo piensa unos instantes. Su cara de frustración no tiene desperdicio. Como si la culpa fuera mía, como si yo fuera el responsable de la mierda de vida que llevamos.
—Bueno, vale, vamos a cenar —afirma con cara de resignación—. Pero nada de chinos ni pizzerías.

En el pueblo no hay otra cosa que chinos y pizzerías, pero yo le prometo otra cosa. Al final acabamos en un chino del centro. Sus eternas y soporíferas explicaciones sobre su rutina de trabajo me agotan hasta la nausea. Ni que decir de ese tono barriobajero con el que habla a imitación de sus estúpidos colegas que ella hace pasar por amigos. Nunca ha tenido personalidad; por eso siempre coge de los demás: su estilo, sus formas de expresarse, de vestirse… todo. Después de cenar, empieza a encontrarse mal.

—Ya te dije que ni chinos ni pizzerías, pero tú siempre pasas de todo.
—En el pueblo no hay otra cosa.
—¿Es que no podemos salir del pueblo? Nunca salimos del pueblo. Nunca hacemos nada fuera del maldito pueblo. Ni viajes, ni excursiones, ni salidas…. Nada. Estoy harta. Ahora encima me pasaré toda la noche con ganas de vomitar. Llévame a casa.

No abre la boca en todo el viaje de vuelta. Kilos de hielo.
Llegamos a casa y más de lo mismo.
—Me voy a dormir que no me encuentro bien —afirma con brusquedad.
—Si quieres podemos ver un rato la tele en el sofá —propongo para intentar animarla un poco.
—¿Es que no me escuchas? Me encuentro mal, cada vez peor. Además, mañana hay mucho que hacer en casa. Hay que poner una lavadora, tender, planchar, fregar la escalera y después hay que ir a comer a casa de mis padres.
El planazo del domingo, se me clava como un cuchillo en la nuca.

—Venga, buenas noches —le digo levantando el brazo desde el sofá. No sabes como respiro cuando la veo desaparecer por el pasillo. Unos minutos más tarde la oigo encender la luz de la habitación. Se levanta y vuelve al salón como una vela que quiere arder al máximo antes de apagarse.

—Ya sabes que no me gusta que vengas tarde a dormir; que luego me despiertas. Lo haces siempre y ya estoy cansada. Estoy cansada de no poder dormir siete horas seguidas sin que nadie me despierte. ¿Es mucho pedir? Yo creo que no.

—Sí, sí, ahora voy —le contesto sin siquiera mirarla.
Haga lo que haga siempre la acabo despertando. Ya puedo entrar con los pies descalzos, el pijama puesto y sin hacer el menor ruido, que se despierta igual. El simple acto de estirarme en la cama, aunque sea en completo silencio, ya la despierta. Se da la vuelta y clava sus ojos en mí.
—¿No te he dicho que no hicieras ruido? ¿Es que hablo con las paredes? ¿Entiendes el lenguaje de los seres humanos?

Sus preguntas son como dardos envenenados, como el fuego que la mecha necesita para encenderse de nuevo. Pero mi indiferencia ahoga la llama. Con la luz apagada la oigo respirar frágil y entrecortadamente, como si estuviera a punto de echarse a llorar. Con cuidado miro de acercarme para darle un abrazo.

—¡Déjame¡ ¡no me encuentro bien! ¡Duérmete y déjame dormir tranquila! Mañana hay mucho que hacer y, como siempre, me tocará hacerlo sola.

Ni un beso ni un abrazo de buenas noches. Sólo la frialdad de la noche y la perspectiva de un nuevo día de reproches, rutina, malas caras, aburrimiento, apatía… La misma mierda de siempre. Así son nuestros días de fiesta. Menos mal que entre semana trabajo todo el día y solo la veo por la noche. Imagínate si fuera así siempre. A este paso la dejo tío, te juro que la dejo. Rompo con todo y a la mierda.

Aquel día B aconseja concienzudamente a X meditarlo todo a fondo. Pensar bien las cosas antes de tomar decisiones drásticas de las que uno pueda arrepentirse en el futuro. B se siente orgulloso de poder ayudar a X; reitera la importancia de la sinceridad y la transparencia y se prodiga en términos sabios como “limar asperezas” o “acercar posturas”. Recuerda, acto seguido, la visita de X un mes más tarde. Con unos kilos de más y sumido en una euforia grotesca, X entra saludando con una pizza familiar bajo el brazo izquierdo y una coca cola de dos litros bajo el derecho.

—Perdona, sé que es tarde —dice X—, es que acabo de salir del curro y todavía no he cenado. He traído una peli.
En apenas 20 minutos, X engulle la pizza familiar, una chocolatina, una bolsa de palomitas saladas, y se bebe cuatro grandes vasos de coca cola. Por sus gestos, no parece tener muchas ganas de hablar de sus problemas de pareja, por lo que B, frustrado, opta por seguir viendo la película en completo silencio. A la mitad del film, aprovechando un instante de disuasión y laxitud, B, cansado ya de tanto reprimir y esperar, aprovecha para retomar el hilo de la última conversación.
B pregunta y X responde:
—Nada, bien, como siempre, ya sabes.
—¿Pero habéis hablado de todo lo que me contaste?
—¿De qué?
—De lo que me explicaste la última vez que nos vimos.
—Ah bueno, tampoco fue nada. La cosa va bien. Como siempre. Momentos buenos, momentos malos… ya sabes, como todo el mundo.

La conversación queda zanjada y B no vuelve a saber nada más de X en mucho tiempo. Dos años después ahí está X, piensa B con lástima, orondo como nunca y resignado a vivir “como todo el mundo”; acomodado a una vida tórrida de objetos materiales superfluos con el fin de compensar el profundo vacío interior que anida en él.

—Bueno, ¿Qué te parece el nuevo comedor? —pregunta X con furor repentino a la espera de una respuesta satisfactoria. El volumen de la televisión está tan alto que B apenas le escucha.
—¿Puedes bajar un poco la tele?—pregunta B.
—Ah, sí, perdona. Siempre tenemos la tele encendida. —Se ríe.
Un instante de silencio
—Bueno, ¿qué? —grita X exaltado por la indiferencia de B— ¡Que no me dices nada! ¿No te gusta el salón?
—Me gusta mucho. —dice B sonriendo forzosamente.
—Si, ¿eh? bueno ahora tienes que ver la tele y el equipo de música, vas a flipar.
—Ya estoy flipando —afirma B. Y piensa con altivez: «cada vez que se pronuncia, sus palabras destilan nerviosismo e inquietud, es evidente que está mal, pero que muy mal».

La tarde transcurre entre dulces, música, canales de televisión y videojuegos. B acaba atiborrado en todos los sentidos: con el estómago empachado y la cabeza apunto de estallar. El panorama le entristece profundamente a la par que le engrandece personalmente. El hundimiento de X es, sin lugar a dudas, un gran revulsivo para la autoestima de B. «En esta quimera ha sumergido X la esencia oculta de sus miserias, piensa B mirando por el rabillo del ojo a X. «X se ha hundido en un simulacro de vida, en un bosque otoñal de arenas movedizas y ramas frágiles y quebradizas. Todas sus miserias se ocultan ahora bajo el desfile fetichista de la sociedad de consumo. Si en algún instante de su pasado quizás sintió el impulso de rebelarse ante el espejo y tomar las riendas de su vida, sin duda ese suspiro se ha esfumado por completo. Ahora X es un miembro más de la manada, un loro enfermizo, un asno amaestrado. Cegado por la marea prejuicios y arbitrariedades de la "sabiduría popular", va soltando una estupidez tras otra sin criterio ni rigor. Si supiera lo que pienso de él, la verdad le aplastaría y nuestra amistad se acabaría. No, eso no puedo hacerlo. —B adopta una expresión solemne—. Por eso, aunque me interrumpa a la menor alusión o discrepancia, aunque levante la voz y cambie de tema centrándose en la actualidad más anodina y frugal resbalando por ella como por una pista de patinaje, mi deber es ayudarle ―B se sonríe con orgullo y satisfacción mientras felicita a X por el gol magistral que le acaba de marcar—. A continuación cavila: «no hace más que tratar de ocultar su verdadero rostro, de vender un embalaje de vida, de iluminar con luz artificial lo que en realidad es una habitación a oscuras. Éstos son los pilares que mantienen el edificio en ruinas de su vida —B pasea la vista por el salón y X se emociona y grita: “golazo”—.Bajo el brillo de una felicidad almidonada, X ha perdido el respeto a la vida, se ha abandonado». —B sonríe con altivez, se levanta y, mirando a X por encima del hombro, le felicita por su última jugada.

domingo, 21 de abril de 2013

Día de viento. Día de Exley.

Hoy, día de viento, camino paralelo al mar. A cada paso, voy apuñalando el aire con mis pensamientos, temblando de aprensión. El sol no rige como ayer. El viento es demasiado intenso. Por la angustia que corre por mi pecho, afirmo estar viviendo una aventura de proporciones épicas. Siento a cada momento, ininterrumpidamente, la sucesión de pequeñas e inevitables derrotas. No veo el mar, sólo mis pensamientos, como cuando transito por las Ramblas de Barcelona y, a cada instante, alguien se cruza en mi camino, entorpeciéndome el paso, convulsionando mis sentidos, vedándome el recorrido como un gran e inaccesible rascacielos.

Cercando la paz, me tumbo en la arena y leo "Desventuras de un fanático del deporte". El viento sacude las páginas del libro con violencia. Lo sujeto con ambas manos, coloco una piedra encima, voy cambiando de posición...

Exley es un buen escritor, pienso mientras leo: "Abordado por una bruja vieja, histriónica, descarada, culinacha y zampamartinis, se me informó de que, en tanto que profesor recientemente agregado a la institución, en las reuniones del departamento no se entraba en discusiones, de que “hablar consumía tiempo” y de que había muchos otros lugares donde preferíamos estar".

Exley es el tipo de escritor que admiro: agudo, ingenioso y mordaz, me digo mientras releo: "Le detallé la ordalía de mi primer amor, que me había costado dos años aplacar el sufrimiento, que había crecido con él, que me había ido a la cama con él, que había vivido con él todas las horas de vigilia hasta que, al aceptar que era algo natural, había empezado a suavizarse. Le conté que cuando tenía su edad había deseado encontrar alguna criatura desengañada que me diera consejo. Cuando busqué almas “triunfantes” de culo gordo (por cometer el error americano de equiparar éxito con sabiduría), me dijeron con mucha verborrea que “lo superarás”; pero como no lo superé, me desprecié a mi mismo por creerme un pusilánime. Al ver los ojos desencajados de B. una versión más joven de mi caso, le ofrecí todo lo que tenía".

- Mira, B. acepta tu dolor como parte de la vida. En realidad no creo que te consuele que te digan que yo o cualquier otro hemos pasado por lo mismo. Además, ¿cómo voy a saber yo si he sufrido la mitad de lo que sufres tú? Y no sabiendo eso, ¿no resultaría presuntuoso cualquier consejo que te diera?

Exley es un jodido cabrón, maldigo finalmente tras advertir la playa abarrotada, sin dignidad, consumida, como las Ramblas, por una algarabía de voces mezcladas y entrecortadas. Ni una sola presencia real, lo admito, sin embargo, apenas puedo darme la vuelta sin tropezar con algo: un brazo, una pierna, un teléfono móvil, una boca siniestra que intenta besarme… No hay rastro del mar o de la brisa. Exley, pienso puerilmente, es el responsable de todo; el responsable de que ahora esté escribiendo esta verborrea inútil que no aplaca nada.

Termino con Exley, cierro los ojos y me coloco, sin saber muy bien por qué, en posición fetal. Simple minds resuena en mi cabeza. Exley resuena en mi cabeza. Los recuerdos se suceden unos a otros. El dolor sigue su curso. El tiempo transcurre y, finalmente, los pensamientos se extravían como el agua entre los dedos. Solos el mar y yo, acompasadamente voy perdiendo la noción del tiempo, la noción de Exley, del teléfono móvil, de mis recuerdos, de mi nostalgia… Dejo de escribir... (^_^)

martes, 12 de junio de 2012

El guardián del bosque

Siguió conduciendo, pasando un peaje tras otro, recordando algunos momentos vividos durante la mañana cuando de pronto se fijó en el bosque que recorría los alrededores de la C-32. Aquello le trajo viejos recuerdos; recuerdos que le remitían a la infancia, recuerdos de los cuentos que le contaba su madre cuando juntos atravesaban la autopista del maresme y él repetía incansable: «¿mamá cuando llegamos?», y ella respondía: «pronto cariño, pronto», y entonces le contaba la leyenda del guardián del bosque, la leyenda de un hombre que vivía camuflado en los bosques, un vigilante para todos aquellos niños que se portaran mal; y añadía: «solo los niños buenos podrán verle, por eso tienes que portarte bien, porque sino el guardián del bosque no aparecerá». «Y, ¿qué poderes tiene el guardián del bosque?» preguntaba García. Entonces su madre le contaba que el guardián del bosque tenía la fuerza de mil hombres, y un corazón tan puro, tan puro, tan puro que le convertía en el más sabio de todos los hombres; también le decía que el guardián del bosque nunca envejecía ni enfermaba, que dormía en las copas de los árboles y se alimentaba sólo de plantas. Así fue como su madre consiguió, entre otras cosas, que García empezara a comer verdura, dejara de destrozarle las plantas de la terraza y se portara bien en los viajes en que cruzaban por algún bosque, pues en ese momento la mirada del chico se perdía por la ventana, buscando por todas partes al guardián del bosque; algunos días incluso gritaba: «¡Le he visto mamá!, ¡le he visto!» Y ella asentía y le decía: «claro, porque te has portado muy bien cariño»; entonces él vibraba de emoción en el asiento y seguía buscando a ver si le veía otra vez.

Con la leyenda del guardián del bosque García aprendió a amar el verde, a soñar despierto en los bosques y a pensar en ellos, no como lugares aburridos e incómodos, sino como espacios mágicos que albergaban dentro de si un sin fin de maravillas interminables. Continuamente le pedía a su madre que le llevara los fines de semana al bosque, como si todos los bosques fueran uno solo y allí viviera el guardián del bosque. Su madre accedía siempre con entusiasmo. Llenaban las mochilas con zumos y bocadillos, subían al coche y se ponían en marcha con la máxima ilusión en dirección a alguno de los bosques de la comarca. Una vez allí, ambos buscaban con pasión al guardián del bosque. «¡Por aquí!, ¡creo que le he visto!» exclamaba su madre como siguiendo su rastro. Entonces él se volvía y gritaba nervioso: «si le ves dile que no se esconda, dile que quiero hablar con él y aprender todos sus secretos; dile que quiero que sea mi maestro para un día convertirme yo también en guardián del bosque». Su madre sonreía y le decía que si ese era su sueño antes tendría que portarse bien, no solo en el coche, sino también en casa, en la escuela, con los amigos y con todo el mundo. Él asentía con fervor y añadía que así sería, que a partir de ahora sería el hijo más bueno del mundo; se portaría tan bien, tan bien, tan bien, que un día el guardián del bosque vendría a buscarle por la noche, cuando todos estuvieran durmiendo, le sacaría de la cama y le llevaría con él. Desaparecería para siempre y nadie volvería a saber nada más de él. Viviría en los bosques, treparía los árboles, dormiría en las copas y se alimentaría sólo de plantas. Todos le buscarían pero nadie le encontraría. Sólo su madre le vería desde su coche cuando pasara por la autopista. «Cuando sea el guardián del bosque sólo tu podrás verme mamá, porque solo te quiero a ti, a nadie más». Le decía en mitad del bosque. Ella se echaba a llorar y le abrazaba con fuerza y García pensaba en lo orgullosa que se sentiría su madre si un día él se convertía en guardián del bosque. Así cada vez que ella cruzara la autopista, miraría por la ventananilla y le vería. Y entonces pensaría: «allí está mi hijo, el guardián del bosque».

miércoles, 22 de febrero de 2012

Pensamientos y sensaciones

De la misma forma que el lenguaje no puede dar el nombre exacto de la cosa, el pensamiento tampoco puede reproducir –mucho menos suplantar- a una sensación primaria. Por su naturaleza, las sensaciones son puras, instantáneas, intensas y efímeras. De ellas recogemos el efecto y también el producto de su reminiscencia. En el pensamiento las almacenamos y las recorremos de nuevo generando la ficción de su regreso. De la tiranía del raciocinio nunca nos liberamos, por ello, no pudiendo soportar el profundo vacío de la fugacidad de nuestras sensaciones, siempre anhelamos volver a ellas.

De nuestras sensaciones se nutren nuestros mejores pensamientos y reflexiones, no a la inversa como algunos han pensado vanidosamente. Las sensaciones son la vida en su estado más puro y primigenio, un instante de efervescencia que, aunque pueda fijarse en un marco de percepción fijo a través de todo tipo de imágenes y objetos artísticos,no puede suplantarse ni revivirse en su forma original.

Cierto es que pensamiento y lenguaje son herramientas básicas, imprescindibles, poderosas en todos los sentidos del término. Son un lujo, un arte, un don, pero también pueden ser una barrera, un obstáculo y un camino hacia la perturbación del único fin por el que la existencia cobra sentido: la sensación la felicidad.

En el pensar revivimos todas nuestras sensaciones pretéritas. Las hay vivas y alegres pero también –y probablemente en mayor medida- las hay dolorosas, frustradas y sobrecargadas de amargura, sufrimiento y pesar. Y no solo eso, también se acumulan en nuestro pensamiento exigencias tiránicas individuales, gran parte de ellas impregnadas de insatisfacción, demencia, vanidad y falsa realización personal. En tales ambiciones se deposita la huella de la amargura, la más peligrosa y afilada de todas las armas que nutren el pensamiento. Nunca ha existido –ni existirá- mayor perversión que la que puede hallarse en el pensamiento de un alma infeliz y desventurada.

Por todos estos motivos, concluyo que el pensamiento no puede ser nunca el primer eslabón de la cadena, el núcleo central alrededor del cual debe girar toda la existencia. Se vive antes de pensar, escribir o entender. Antes de intentar comprender qué es la felicidad, hay que ser feliz. El pensamiento es un guía, un maestro de vida, por ello debe ser cultivado y educado como es debido, debe ser orientado hacia el bienestar, nunca hacia la lujuria y la insatisfacción de una cima inalcanzable.

Cada barco tiene un guía, un timón cuya orientación nunca es ajena al propio individuo acabado y maduro. Nadie puede decirte como vivir tu vida, como encontrarte, como hallar la senda de tu camino. Si quieres mi consejo, te diré que solo lo lograrás cuando concentres la mayor parte de tus energías en la fuerza de tus impresiones y percepciones presentes. Olvida por un momento todo tu pasado y tus objetivos futuros. Olvídate de todo por un momento. Ve al mar o la montaña y escucha, siente, descarga todo tu ser en plenitud y fúndete con tu entorno. En él hallarás una amalgama infinita de sensaciones que probablemente desconocías o habías olvidado.Sal de estas cuatro paredes y vive. Aunque solo sea por un momento, vive para tus sensaciones, vive para tu felicidad, la meta que debes reconquistar a diario.

Desgraciadamente para nuestros amigos consumidores, la felicidad no es una fórmula que responda a un cálculo premeditado de previsiones futuras, tampoco un marco teórico-conceptual ajeno al individuo concreto. No es algo que se deje apresar objetiva y teóricamente bajo los parámetros del mercantilismo. No es algo que pueda explicarse, ni comprarse. Se trata de algo que se antepone a todo y que siempre subyace a todas las barreras y metas que amonontamos encima. La felicidad es origen y destino permanente, es el agua que recogemos en la palma de nuestra mano: escurridiza, frágil y fugitiva. Es el reto más difícil, siempre inacabado, siempre vivo y exigente (aunque no del modo en que nos han enseñado). En el conocerse está el camino, no en el pensamiento traidor ajeno. Por eso a veces es mejor desaprender, descaminar lo andado para descender a la raíz, al lugar donde las sensaciones conservan su pureza, al lugar donde la vida es solo vida y nada más.

lunes, 31 de octubre de 2011

Evaluación final de 4º de la ESO

Tras una mañana agotadora de clases —todas las de final de curso lo son—, a última hora del día tienen lugar las primeras sesiones de evaluación final de 4º de la ESO. La reunión a la que debo asistir es la de 4º C. Unos comentarios relajados y anodinos, algún chiste vulgar del profesor de matemáticas, nos sentamos, se reparten las listas de notas de todos los alumnos y, tras realizar las pertinentes comprobaciones, da comienzo la sesión. El tutor toma la palabra y expone algunos apuntes generales protocolarios sobre la dinámica del grupo —la mayor parte de ellos reiterados a lo largo del curso—. Concluido el trámite, la evaluación individual comienza por orden alfabético.
«Ana Álvarez, lo aprueba todo», apunta el tutor revisando las notas. «Hay que felicitarla, se lo merece», indica la profesora de catalán. Varios reafirman sus palabras gesticulando con la cabeza arriba y abajo en señal de asentimiento. «A mí me ha bajado un poco el rendimiento, pero aún así le he mantenido la nota», subraya el profesor de tecnología.
Juan Ávila es el siguiente: «Suspende física y química», dice el tutor sin levantar la vista del papel. «No hace nada en clase y además lo ha entregado todo tarde y mal. Un examen lo tiene aprobado y el otro suspendido», indica la profesora. «Puede hacer mucho más», «Es un vago», «La mía la ha aprobado de milagro», «Si no espabila, en bachillerato se estrellará», «Yo no le veo motivado», comentan por enésima vez un pequeño grupo de profesores. Algunos gesticulan corroborando sus palabras, otros guardan silencio con indiferencia. El tutor interviene: «Sí, es cierto que podría hacer mucho más. Sus padres lo saben, he hablado muchas veces con ellos sobre este tema». Mientras algunos profesores comentan en pequeño comité algunas anécdotas del curso que tienen a Juan por protagonista, el tutor se dirige en privado a la profesora de física y química. Un breve coloquio y rápidamente se le pone un cinco. Vuelvo la cabeza y por encima del hombro miro de reojo a la profesora. Leo en su rostro y advierto en su gesto inmóvil e inexpresivo, el signo inexorable de una rectificación inminente. Mientras el tutor se dirige a ella, sus facciones están completamente relajadas. Su mirada impasible es la de alguien que sabe el resultado del proceso antes de que éste haya concluido. En definitiva, el cambio de nota es un hecho tan evidente y consabido por todos, que bien podía haberse evitado la absurda corrección con bolígrafo en el papel impreso.

Tras un breve espacio de silencio, pasamos al siguiente alumno. «Borja Bonilla, repetidor». Con la lectura del nombre se escucha un leve murmullo y algunas risitas cómplices. «Borjita Borjita, al final le he acabado cogiendo cariño al chaval, y eso que no me aprueba un examen ni a la de tres», exclama sonriente el profesor de matemáticas con sus manos apoyadas en su portentosa barriga. Y añade: «No creo que sepa ni las tablas de multiplicar». «A mí me hace más de treinta faltas de ortografía en cada examen, pero como sólo puedo restarle dos puntos, al final me ha aprobado con un cinco raspado», apunta el recién llegado sustituto de lengua española. El tutor retoma la palabra: «Borja suspende matemáticas, inglés, física y química y ética». «¿Sólo suspende cuatro?», pregunta perpleja la profesora de física y química. «Madre mía» añade a continuación en voz baja, en un tono que resume a la perfección su posición mezcla de frustración y escepticismo ante la insensatez y degeneración del sistema.
«Yo le he aprobado con un cuatro», responde el de tecnología. Su comentario se pierde en el aire y empieza el repaso de las asignaturas suspendidas. Soy el primero, pero como la ética es lo que se llama una "asignatura María" -o "asignatura fantasma"- es decir, que se puede asustar al alumno suspendiéndole durante el curso pero que al final siempre se le regala, Borja Bonilla pasa automáticamente de cuatro a tres asignaturas suspendidas.
Es el turno de física y química: «En mi clase no ha hecho absolutamente nada en todo el curso. Tiene un cero en todos los exámenes, nunca ha hecho los deberes y no ha entregado ninguno de los trabajos que le pedí pese a haberle concedido varios aplazamientos», afirma con contundencia la profesora, aún siendo plenamente consciente de cuál será el veredicto final.
Se hace el silencio. Ni siquiera el psicólogo puede alegar nada al respecto. ¿Acaso hay algo que justificar? No se puede. Nadie puede. El tutor lo sabe y, levantando la cabeza, busca otros aliados. En este caso su tabla de salvación pasa por la profesora de inglés «¿Tú cómo lo ves?», le pregunta en tono condescendiente. «Bueno tiene un tres con cuatro de nota media», afirma con boca de piñón mientras resigue ayudada por el dedo índice y con la mirada petrificada las notas de su libreta. El tono de sus palabras denota una evidencia: la cosa va a arreglarse aunque sea con embudo. «En los exámenes tiene un uno y un dos y medio, pero con los ejercicios y la actitud, le queda un tres con cuatro. Le he puesto un tres pero bueno… que podría ser un cuatro», indica mirando al tutor con una vocecilla insegura de oveja apaleada.
En ese instante interviene el siempre elegante y atractivo psicólogo; sabe que es su momento: «No os olvidéis que el chico tiene problemas serios: hace poco sus padres se divorciaron, su madre friega escaleras todos los días y su padre, que se pasa media vida en el bar, tiene a Borja completamente desatendido. El chico se pasa todo el día en la calle o delante del ordenador. Lo ha pasado realmente mal». «Pues en las clases se le ve la mar de feliz», añade el siempre despreocupado y alegre profesor de matemáticas. «Eso no es así», interrumpe la profesora de catalán. «En realidad lo que hace es buscar constantemente la atención de los demás. Borja tiene un vacío emocional muy grande», afirma en un tono acaramelado de gata maula. Cada vez que abre la boca una bilis intensa como la diarrea me corroe por dentro. Tras su apología exculpatoria, levanta la vista y se dirige al psicólogo buscando su aprobación. Éste asiente apesadumbrado y prosigue con su argumentación. En el centro de la escena, se le ve crecido y seguro de sí mismo. Sus palabras se deslizan ahora con finura y elegancia a través de sus envidiables labios carnosos, mientras su mano derecha acaricia con suavidad su pelo castaño y liso. «Es evidente que su comportamiento y su falta de aptitud está muy marcada por los condicionantes que os he expuesto, por eso creo que deberíamos tener muy en cuenta su situación a la hora de evaluarlo». «Entiendo que su situación sea muy difícil, pero ¿cómo vamos a aprobarle el inglés con un uno y un dos y medio en los exámenes?», interrumpe el joven sustituto de lengua castellana». «Pobre ingenuo», pienso para mis adentros mientras le doy una palmadita en la espalda. «Si no le aprobamos, ¿adónde irá? ¿Qué hará con su vida? Yo creo que deberíamos tener un poquito de corazón», responde la profesora de catalán imponiendo a la fuerza una ridícula esfera melodramática y tachando a su vez, desde el sentimentalismo más vulgar, cualquier opinión contraria. Más allá de desaprobar sus palabras, la desprecio con la mirada. Desprecio todo lo que es, todo su ser al completo y por supuesto la farsa que representa a diario. «¿Tú qué opinas?», pregunta el tutor fijando la vista en el último de los jueces. Evidentemente el cuatro de inglés ya se da por hecho y por supuesto el aprobado de la asignatura. «Mira, el chico está suspendido y, sinceramente, no aprobaría un examen en el resto de su vida ni aunque le dejara copiar. Si lo que queréis es saber mi opinión, a mí me da igual, haced lo queráis», responde con una evasiva el profesor de matemáticas.
Tras un espacio de silencio, el tutor vuelve a tomar la palabra: «A ver, para no retardar más el asunto, que vamos mal de tiempo. Todos sabemos que el chico tiene una situación muy delicada en su casa. Es repetidor y, por lo que sé, no tiene intención de hacer bachillerato. Tampoco creo que sus padres le obliguen a ello. En todo caso hablaré con ellos». «Hay que orientarlos, hacerles comprender lo que su hijo necesita» añade el psicólogo. La profesora de catalán asiente ceremoniosamente y se suma a la coletilla de su compañero con una de sus píldoras pseudofilosóficas nauseabundas: «Qué importante es la comprensión para el género humano. Comprendernos los unos a los otros es la clave de la existencia». En su expansión filosófica, sus ojos están fuera de sus órbitas y su mirada parece extraviada en un horizonte muy lejano. Pero que pronto regresa de él la maldita musa. Ya podría perderse en el Olimpo de su letrina pseudofilosófica y no regresar jamás. Pero no, aquí la tenemos de nuevo, enfocando con su mirada la misma mesa que yo contemplo. Y encima el psicólogo asiente a su perorata con un gesto refinado de máxima distinción y vuelve a acariciar su pelo. La escena no puede ser más bochornosa. «Estoy de acuerdo con lo que decís», añade el tutor. «Además, hay que tener en cuenta que si le damos el graduado a Borja, lo único que va a hacer es buscar trabajo o intentar entrar en algún módulo de formación. Todos sabéis cómo es, él no quiere estudiar Bachillerato». «Vender pipas es lo que va a hacer», interrumpe el profesor de matemáticas en tono de sorna. «Pues que sea un vendedor de pipas sin título hombre, ¡que ya está bien!», contesta irritada y descompuesta la profesora de física y química. «Si adoptamos esa actitud le estamos condenando», responde el psicólogo en un tono sereno no exento de desaprobación. «Oye, perdona, que se ha condenado él solito», matiza con ironía la profesora. A mi lado, el recién llegado profesor de lengua española no para de morderse los labios y las uñas en señal de una terrible inquietud. Alto, joven y robusto como una pared, parece un tigre enjaulado en un zoológico. ¿De que le serviría rugir? De nada, bien que lo sabe, por eso opta por callar. Quizás algún día deje de hacerlo. En todo caso, sabe que este no es su momento.
Un espacio de silencio para calmar los ánimos precede a la resolución final. Todo es apariencia, pues indudablemente todos conocemos el veredicto. Firmemente decidido a zanjar favorablemente el asunto, el psicólogo vuelve a intervenir: «Está en nuestra manos ayudar al chico, creo que tendríamos que darle el graduado», sentencia con un falso condicional, mirando con dulzura humanitaria a ambos lados de la mesa. Algunos asienten, otros pasan olímpicamente. Ni un sólo reproche más. Vamos con retraso y a nadie le gusta gastar saliva inútilmente para encima llegar tarde a comer. «¿Alguien tiene algo más que decir?», añade el tutor. «No, y venga, pasemos al siguiente que se nos echa el tiempo encima», afirma el profesor de matemáticas con las manos en la barriga.

viernes, 14 de octubre de 2011

Lo nuevo y lo viejo, lo conocido y lo desconocido

Se acerca el fin de semana. Me levanto el viernes por la mañana feliz, con la expectativa de alcanzar en estos días de fiesta las cotas de emoción, euforia y felicidad que nos llevan a percibir la vida como algo extraordinario. El viernes transcurre sin más; sin emoción ni frescura. Llega el sábado. Me levanto y de nuevo todo lo que sucede es previsible, desapasionado y trivial. Por la tarde me revelo ante la tiranía del ordenador y salgo a pasear. Las expectativas del paseo son desalentadoras pero debo escapar de casa, de la monotonía, aunque sea para volver a recorrer el mismo paseo de Blanes que desemboca en el río Tordera.

En el transcurso del paseo algo extraño acontece, algo imprevisible dentro de la dinámica de lo previsible. Hace mucho viento y el mar está embravecido. El paseo me anima, extiendo los brazos y percibo por momentos una sensación extraordinaria de vuelo. El viento silba y agita mis cabellos con fuerza. Con mi pierna sana bailo su canción y mi excitación va en aumento. Cuando ésta decae, bajo a la arena y me siento en una roca muy cercana al mar. La calma que prosigue a la excitación se va deslizando por todo mi cuerpo y siento que el murmullo del viento y el batir de las olas abrazan mi reposo. En el ocaso del sol de última hora de la tarde, saco la libreta y empiezo a escribir y a soñar a partir de algo que, aunque es meramente rutinario, ha dejado de serlo para convertirse en algo extraordinario.

Pienso en mis grandes amigos y en mi madre. Pienso en esas personas que nos acompañan todos los días y a las que conocemos —o creemos conocer— demasiado bien. Éstas ya no nos sorprenden ni nos maravillan como antes; en ocasiones, incluso las aborrecemos. Están siempre ahí, lo sabemos, por eso hemos dejado de buscarlas. Quizás si se alejaran de nuestro lado, si dejaran de pertenecernos, entonces comprenderíamos lo extraordinarias que son en realidad. Lo mismo sucede con este paseo, el mismo que he recorrido en los últimos treinta años de mi vida y que en incontables ocasiones he percibido como monótono, estéril y aburrido a pesar del mar, el viento, las olas, el sol, la tranquilidad… A pesar de todo. Hoy lo exploro de nuevo y floto por él como lo haría bajo el estímulo de una tierra lejana y desconocida.

Aunque no lo percibamos, ni las cosas ni las personas que nos rodean se mantienen inalterables. Somos nosotros quienes las fijamos en un marco de percepción fijo desposeyéndolas de todo su encanto y evolución permanente. Las gastamos y desvalorizamos en esa percepción reiterada.Es evidente que en ocasiones hay que romper, alejarse, porque en la distancia no sólo sentimos la añoranza y la consecuente revalorización, sino también la ruptura con ese pernicioso anclaje sinóptico-simplificado de nuestra percepción de lo conocido. De esta forma, podemos comprender que la emoción, la pasión o el entusiasmo no son patrimonio exclusivo de lo desconocido, sino también de lo conocido.

Quizás la lección más importante sería aprender que no es necesario alejarse de las cosas conocidas y compararlas con otras desconocidas —que por el simple hecho de ser nuevas parecen mejores— para comprender su valor real y todo lo que pueden ofrecernos. Hay que andar y desandar continuamente. Leer y releer para volver a abrazar todas aquellas cosas que un momento determinado nos parecieron hermosas, ya que en el fondo, nunca han dejado de serlo. El reto más importante de la vida está en la continua renovación interna, y ésta no puede depender sólo de grandes proyectos orientados hacia lo desconocido, sino también de nuestra capacidad de revisión y reactualización de lo conocido. Lo nuevo atrae por el simple hecho de que es nuevo, pero pronto pierde su valor como novedad; entonces nos amparamos en la perspectiva futura de un porvenir sobre el que proyectamos todas nuestras ficciones, ilusiones o fantasías. Lo nuevo que vendrá nos ilusiona y sobre ello nos objetivamos falazmente. Así es como lo conocido, lo cotidiano se convierte en algo anodino, trivial y pierde todo su valor.

En mi opinión, esta imperiosa necesidad de lo nuevo es el síntoma decadente de una cultura mercantil que navega en el vacío y que arrastra a toda una marea de sujetos empobrecidos individualmente e incapaces de transformar y renovar nada de cuanto ven a su alrededor. Por eso sólo la novedad puede satisfacerlos. Y para justificarse, se acogen al tópico de que el hombre es un ser insatisfecho por naturaleza que siempre ansía más de lo que posee. Tristemente ignoran que dicha filosofía de vida no es más que una impostura inculcada por las altas esferas de una cultural industrial que pretende asociar el progreso al cambio y a la renovación material y cuya profunda decadencia espiritual nos impide ver lo extraordinario, lo hermoso y lo mágico de lo comúnmente conocido.